El cuidado de la barba y el cabello de un romano corría a cargo del tonsor. Se trataba de un asunto al que se concedía suma importancia, hasta el punto de que un hombre con el cabello mal cortado caía en el más espantoso ridículo y era objeto de mofa.
El romano que era lo bastante rico como para tener estos barberos-peluqueros entre el personal de servicio doméstico, se ponía en sus manos cada mañana y después nuevamente a lo largo del día en caso de que fuera necesario. Los que no podían costear los servicios de uno privado, acudían a diversas horas, con la frecuencia precisa, a una de las innumerables barberías o tonstrinae. Muchas de estas tiendas, abiertas desde el amanecer hasta la octava hora (más o menos la una de la tarde), estaban localizadas en las inmediaciones del Circo Máximo. Otra alternativa eran los barberos ambulantes que ofrecían sus servicios en la calle para los clientes más humildes.
Llevar el rostro rasurado distinguía al hombre libre, pero hubo un tiempo en que incluso los esclavos se afeitaban. Para el adolescente, su primera primera visita al tonsor era una especie de rito de iniciación en la edad adulta, y a veces tenía lugar al mismo tiempo que la toma de la toga virilis. La ceremonia, celebrada normalmente al cumplir los 20 años, recibía el nombre de depositio barbae, e iba acompañada de una gran fiesta a la que se invitaba a todos los amigos. En la casa, el joven se sentaba en un taburete rodeado por sus servidores masculinos, le ataban un trapo al cuello y mojaban su rostro con agua. El tonsor lo afeitaba mientras uno de los sirvientes sujetaba un recipiente que contenía telarañas empapadas en aceite y vinagre para aplicar rápidamente a cualquier corte que pudiera producirse. Los pelos de la barba eran colocados en una arqueta especial para la ocasión. Después el tonsor la cerraba y la entregaba al orgulloso padre entre los vítores y aplausos de los invitados.
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